‘No nos valoran’: un sindicato legendario busca recuperar su fuerza
MADERA, California — Verónica Mota marchó bajo un sol abrasador, ondeando un estandarte de tela de Nuestra Señora de Guadalupe sobre su cabeza a lo largo de varios kilómetros.
“Sí, se puede”, coreaba al unísono con decenas más de trabajadores agrícolas, que blandían banderas estadounidenses y mexicanas mientras caminaban por carreteras de dos carriles bordeadas por densos naranjales en el Valle Central de California.
La pancarta, las banderas y el grito de guerra —“Sí se puede”— recordaban a más de medio siglo atrás, cuando César Chávez, cofundador del sindicato United Farm Workers (UFW), encabezó una procesión de trabajadores agrícolas por una ruta similar para reunirse con legisladores en Sacramento.
“Somos legado de César Chávez”, dijo Mota, de 47 años, quien, cuando comenzaron a formársele ampollas en los pies durante la caminata de 24 días en agosto, reunió fuerzas pensando en cómo la marcha de la década de 1960 condujo a reformas pioneras de los trabajadores agrícolas e impulsó al UFW a la proyección a nivel nacional en Estados Unidos.
“Podemos lograr lo que queremos”, dijo Mota.
Lo que los trabajadores agrícolas querían el verano pasado era que el gobernador Gavin Newsom promulgara una ley que, según ellos, haría más fácil y menos intimidatorio para los trabajadores votar en las elecciones sindicales, un paso clave, creían, para reconstruir el tamaño y la influencia de un UFW ahora mucho menos prolífico. Pero cambiar una regla no es lo mismo que cambiar el juego. La cuestión ahora es si el UFW puede demostrar que no ha perdido su poder de organización de manera irremediable y si puede recuperar la capacidad de movilizar a la opinión pública en su favor, como sucedió con Chávez.
El sindicato es una sombra de lo que fue hace décadas. El número de afiliados ronda los 5500 trabajadores agrícolas, menos del dos por ciento de la mano de obra agrícola del estado, frente a los 60.000 de los años setenta. En el mismo periodo, el número de productores con contratos del UFW disminuyó de 150 a 22. La marcha del verano pasado supuso una especie de ajuste de cuentas para un sindicato desesperado por recuperar su relevancia.
Los campos de California producen cerca de la mitad de los productos agrícolas que se destinan al consumo nacional en Estados Unidos.Credit…Mark Abramson para The New York Times
En años recientes, la organización sindical ha repuntado en todo Estados Unidos y los sindicatos ganaron elecciones en un almacén de Amazon en Staten Island y en al menos 275 tiendas de Starbucks, así como entre los trabajadores de cuello blanco de los sectores de la tecnología y los medios de comunicación. Pero en los campos de California, que suministran cerca de la mitad de los productos cultivados en Estados Unidos para el mercado nacional, estos esfuerzos han encontrado poco impulso.
Han pasado más de cinco años desde que el UFW organizó una campaña de sindicalización y una petición de elecciones en el estado, en Premiere Raspberries de Watsonville. El voto de sindicalización del UFW tuvo éxito, pero la empresa se negó a negociar un contrato y en 2020 anunció planes para cerrar y despedir a más de 300 trabajadores.
Mota, quien ha tenido empleos estacionales en todo el estado desde hace 20 años, ha visto cómo su salario disminuía alrededor de 6000 dólares en los últimos años. Ahora gana unos 15.000 dólares al año. Ella comenta que en las granjas sin contratos sindicales a veces los patrones hacen amenazas veladas de recortar las horas de trabajo, se niegan a dar descansos a los trabajadores en condiciones climáticas de más de 38 grados Celsius y se hacen de la vista gorda ante condiciones peligrosas.
“Donde no tenemos contrato de unión, no hay respeto”, dijo una mañana reciente desde su casa estilo rancho en la ciudad agrícola de Madera.
Pero el proyecto de ley respaldado por Mota, que Newsom convirtió en ley después de que los manifestantes llegaron a Sacramento, ha alimentado un cauto optimismo. Sus partidarios afirman que la posibilidad de organizarse con mayor libertad les ayudará a tener más influencia.
“Hay una nueva energía, una nueva legislación y atención de la gente en lo que respecta a los derechos de los trabajadores”, dijo Christian Paiz, profesor de Estudios étnicos de la Universidad de California, en Berkeley, quien ha investigado el trabajo agrícola en el estado. “Podríamos estar al frente de un renacimiento”, enfatizó.
La sombra de César Chávez
Desde hace generaciones y por regla general, los trabajadores agrícolas han estado al margen de la mano de obra estadounidense.
La Ley Nacional de Relaciones Laborales de 1935 excluyó a los trabajadores agrícolas y domésticos de la protección federal: una decisión, arraigada en el racismo, que impedía que personas negras, latinas y asiáticas, cuyas oportunidades laborales se limitaban en gran medida a esos dos sectores, estuvieran protegidas.
Sin embargo, en la década de 1960, el cambio estaba cobrando impulso.
Chávez, quien trabajó en el campo recogiendo aguacates y chícharos antes de convertirse en organizador popular, se asoció con Dolores Huerta, una joven activista de los derechos de los trabajadores del Valle Central, y en 1962 fundaron la Asociación Nacional de Trabajadores Agrícolas, que después se convirtió en el UFW.
Tres años más tarde, fue una fuerza clave detrás de la huelga de los trabajadores de la uva de Delano, en la que miles de trabajadores agrícolas mexicanos y filipinos abandonaron sus puestos de trabajo, exigiendo aumentos de 1,25 a 1,40 dólares la hora, así como elecciones que podrían allanar el camino para la sindicalización.
A medida que los trabajadores agrícolas en huelga recorrían los 540 kilómetros del trayecto en 1966, que comenzó en Delano, el grupo crecía constantemente y otros sindicatos empezaron a comprometerse a apoyarlos.
En la zona de la bahía de San Francisco, los estibadores se habían negado a cargar cargamentos de uva que no hubieran sido recogidos por trabajadores sindicalizados y, en poco tiempo, una campaña de presión a nivel estatal se había convertido en una campaña nacional.
Semanas después del inicio de la marcha, un abogado de Schenley Industries, una gran empresa productora de uva del Valle Central que era objeto del boicot, se puso en contacto con Chávez, y la empresa pronto accedió a negociar un contrato. Reconoció oficialmente al UFW, convirtiéndose en la primera gran empresa en reconocer a un sindicato agrícola.
La huelga de los trabajadores de la uva se prolongó hasta el verano de 1970, cuando el boicot generalizado de los consumidores obligó a los principales productores a firmar convenios colectivos entre el sindicato y varios miles de trabajadores.
En los años siguientes, Chávez forjó una relación con el gobernador Jerry Brown, demócrata, y ayudó a defender la Ley de Relaciones Laborales Agrícolas de California de 1975, que establecía el derecho a la negociación colectiva para los trabajadores agrícolas y creaba una junta para hacer cumplir la ley y arbitrar las disputas laborales entre trabajadores y productores. Fue la primera ley del país en garantizar la protección de los trabajadores agrícolas.
Pero los logros del sindicato pronto empezaron a erosionarse. El sucesor republicano de Brown, George Deukmejian, y las personas que él designó hicieron cambios en la junta de trabajo agrícola en la década de 1980 y recortaron el financiamiento, con el argumento de que los ajustes eran necesarios para corregir un “sesgo fácilmente percibido” a favor de los trabajadores agrícolas y el UFW y en contra de los productores. E incluso cuando el sindicato ha ganado las elecciones, a menudo se ha enfrentado a desafíos legales de los productores que pueden prolongarse durante años.
La ley que Newsom promulgó el año pasado, el proyecto de ley 2183 de la Asamblea, fue la mayor victoria legislativa del sindicato en años. Preparó el terreno para que los trabajadores agrícolas pudieran votar en las elecciones sindicales sin necesidad de acudir a los centros electorales. Durante años, los funcionarios del UFW argumentaron que la disminución del número de miembros se debía a los temores de votar en persona en los sitios que a menudo se celebran en lugares que pertenecen a los productores.
Los productores se opusieron a esta ley por considerar que permitiría a los organizadores sindicales influir en el proceso de forma injusta. Al principio, Newsom se mostró reticente, pero promulgó la ley después de que Nancy Pelosi, entonces presidenta de la Cámara de Representantes, y el presidente Joe Biden lo instaron a hacerlo públicamente.
“En el estado con mayor población de trabajadores agrícolas, lo menos que les debemos es una vía más fácil para tomar una decisión libre y justa de organización sindical”, dijo entonces Biden.
Los partidarios de la medida destacan cómo ha cambiado la demografía de los trabajadores agrícolas a lo largo de los años. En la década de 1970, en tiempos de Chávez, muchos trabajadores agrícolas eran ciudadanos estadounidenses, pero la migración procedente de México y Centroamérica en las décadas siguientes generó una mano de obra compuesta en su mayoría por trabajadores sin estatus legal. Como no tienen papeles de inmigración, son muy vulnerables (los trabajadores indocumentados pueden estar cubiertos por convenios laborales).
Con la promulgación de la ley, Newsom y el UFW acordaron apoyar legislaciones que hicieran concesiones para dar seguimiento a la medida y que protegieran la confidencialidad de los trabajadores agrícolas durante las elecciones e impusieran límites a las votaciones con tarjeta, un método en el que los empleados firman tarjetas a favor de la sindicalización.
‘Somos ignorados’
El verano pasado, mientras marchaba entre viñedos y campos de mandarinas, Mota pensó en el ciclo de la cosecha que ha definido buena parte de su vida.
Reflexionó sobre la temporada de inactividad, en diciembre y enero, cuando poda pistacheros y almendros, y los meses de lluvia, cuando a veces es difícil encontrar trabajo. Pero luego vienen las prósperas cosechas de cítricos y uvas, en primavera y otoño, que siempre la hacen pensar en las familias que en algún momento brindarán con vino hecho de la fruta que ella arrancó de la vid.
“Me siento contenta que mis manos pisquen una fruta, y ver en un restaurante esa fruta, esa verdura”, dijo Mota.
También pensó en la invisibilidad y los peligros de su trabajo: las marcas diminutas de colmillos grabadas en su bota de cuero por la mordedura de una serpiente, la madriguera de un topo donde sufrió un grave esguince de tobillo, la compañera de trabajo trasladada en helicóptero a San Francisco con heridas.
“Somos ignorados”, dijo.
Sin embargo, no se sintió así durante la marcha, en la que en muchos pueblos la gente les recibió con tentempiés, Gatorade y comidas completas. Mientras el grupo estaba en Stockton, una ciudad portuaria del interior, Huerta, quien ahora tiene 92 años, se puso delante de la multitud con una gorra de béisbol que decía: “Sí se puede”.
“Todos ustedes me han hecho sentir muy orgullosa”, les dijo.
Huerta, quien ayudó a negociar el primer contrato de los trabajadores agrícolas con Schenley, dejó la dirección del UFW hace más de dos décadas para dedicarse a otras causas. Pero en una entrevista, afirmó que la necesidad de sindicalización seguía siendo tan grande como cuando ella ayudó a fundar el sindicato.
“Los trabajadores agrícolas querían el apoyo y siguen queriéndolo”, dijo Huerta, quien atribuyó la escasez de contratos a la renuencia de los productores a negociar de buena fe.
A pesar de los reveses sufridos en las últimas décadas, los funcionarios del UFW afirman que han seguido obteniendo contratos centrados en las prestaciones médicas, los aumentos salariales y el cultivo de una cultura respetuosa entre los trabajadores agrícolas y los empleados. En Monterey Mushrooms, que lleva trabajando bajo contrato desde la década de 1980, los responsables del UFW afirman que el salario promedio anual de un recolector de champiñones es de 45.000 dólares e incluye vacaciones y pensión (el promedio estatal de los trabajadores agrícolas oscila entre los 20.000 y los 25.000 dólares al año, según el Departamento de Trabajo de Estados Unidos).
“Con un contrato sindical, los trabajadores conocen sus derechos y pueden defenderlos”, dijo Teresa Romero, presidenta del sindicato.
Los problemas varían en cada lugar, explicó Romero. “En un lugar de trabajo puede tratarse de los salarios bajos; en otro, las condiciones inseguras y en otro más la cultura laboral, como tener que pagar sobornos o soportar acoso sexual para tener trabajo, o tener un supervisor que sea racista o cruel”, dijo. “Entendemos los inmensos riesgos que corren los trabajadores al alzar la voz en el trabajo; hace falta valor para que los trabajadores se sindicalicen”.
Romero dijo que confía en que la nueva ley estatal —junto con un proceso federal agilizado para proteger a los trabajadores implicados en conflictos laborales relacionados con amenazas de inmigración de los empleadores— se traduzca en más poder de negociación y más contratos.
Cuestión de estrategia
Algunos observadores laborales se muestran escépticos sobre la capacidad del sindicato para revitalizarse.
Miriam Pawel, una autora que ha escrito extensamente sobre el sindicato y Chávez, dijo que el declive del UFW refleja un déficit en los esfuerzos de organización en las comunidades donde viven los trabajadores agrícolas.
“Ha evolucionado más hacia una organización de activismo y se ha alejado del trabajo más difícil de organizar”, dijo Pawel. Refiriéndose a la ley de relaciones laborales de 1975, añadió: “Tienen la ley laboral más favorable del país y apenas la han aprovechado”.
Pawel citó una ley estatal de 2016 que obliga a los empleadores agrícolas a pagar horas extras si se trabaja más de ocho horas en un día. El sindicato presionó a favor de la medida, pero los productores advirtieron que no podían pagar horas extra y que ajustarían los horarios para evitar hacerlo. La nueva norma sobre horas extraordinarias se ha ido introduciendo progresivamente a lo largo de los años, y algunos trabajadores agrícolas han expresado su enfado por la pérdida de horas.
“Si el sindicato hubiera sido más fuerte en los campos y en la organización, podría haber ganado las elecciones y exigido mejores disposiciones sobre las horas extraordinarias en los contratos”, dijo Pawel.
Romero se opuso a tales críticas, argumentando que, hasta que Newsom firmó la ley 2183 en septiembre, muchos trabajadores agrícolas tenían temores justificados de que, si buscaban la sindicalización, sus jefes los despedirían o incluso tratarían de deportarlos.
De hecho, un informe del Centro Comunitario y Laboral de la Universidad de California, en Merced, reveló que el 36 por ciento de los trabajadores agrícolas dijeron que no presentarían una denuncia contra su empleador por incumplimiento de las normas de seguridad en el lugar de trabajo y que el 64 por ciento citaron el miedo a las represalias del empleador o a la pérdida del empleo.
Y desde la aprobación de la ley, el Farm Employers Labor Service, un grupo comercial que se opuso firmemente a la ley, ha colocado anuncios en emisoras de radio en español, advirtiendo sobre lo que significa estar en un sindicato. En un anuncio, un hombre dice que firmar una “petición sindical puede llevar a que un sindicato le robe el tres por ciento de su salario. ¡No los dejes!”.
Esos mensajes preocupan profundamente a Romero.
“Presentarse a unas elecciones cuando los trabajadores no están protegidos frente al riesgo real de represalias solo llevará a la gente, ya de por sí pobre, a más penurias”, afirma. “Esta es la amenaza implícita de la que depende el poder de los productores”.
‘Solo quieren trabajar’
Muchos productores de California dicen que pueden ser mejores jefes sin sindicatos.
Una tarde reciente, junto a la interestatal 5, en la pequeña ciudad de Firebaugh, Joe Del Bosque contemplaba los campos desnudos de la granja de melones de la que es propietario desde 1985. Una espesa niebla se cernía sobre la zona y el suelo estaba encharcado por el agua de lluvia. Era la temporada tranquila en la granja, donde emplea a más de 100 trabajadores al año.
Del Bosque cuenta que, cuando era niño, sus padres, residentes legales en Estados Unidos, viajaban todos los veranos desde un pueblo cercano a la frontera entre California y México hasta el Valle Central para recoger melones. Como propietario de una granja, nunca ha tenido un contrato sindical, y pretende que siga siendo así.
Ofrece a sus empleados buenas condiciones y salarios justos, dice, sin que tengan que pagar cuotas sindicales. “Por mi experiencia, los trabajadores que pasan de una temporada a otra no quieren otras partes involucradas”, dice del sindicato. “Solo quieren trabajar”.
Afirmó que no tuvo muchos problemas para encontrar peones de campo, incluidos los emigrantes que se trasladan de una granja a otra en cada temporada. Y señaló que en el valle del Salinas —más cerca de la costa, donde la vivienda es más cara— muchos productores dependen de las visas H-2A, que les permiten traer trabajadores, a menudo de México, solo durante unos meses al año.
Esa cuestión transitoria, dijo, va en contra del UFW. “Si los trabajadores están aquí solo unos meses al año y luego abandonan el estado, ¿cómo van a organizarse?”, dijo.
Del Bosque dijo que respetaba la historia del UFW y el trabajo de base de Chávez y Huerta, pero que se oponía a la A.B. 2183. La ley, afirma, permitirá al UFW influir injustamente en los trabajadores agrícolas en sus mesas de cocina y a puerta cerrada.
“Ese es el factor de intimidación”, dijo Del Bosque.
Un nuevo espíritu de activismo
Aunque aún no se sabe cuál será el impacto de la ley, le ha levantado el ánimo de algunos trabajadores agrícolas.
Asunción Ponce comenzó a cosechar uvas en las colinas verdes del Valle Central a finales de la década de 1980. A lo largo de las décadas, Ponce ha trabajado en varias granjas con contratos del UFW. Recuerda que los patrones de esas granjas parecían conscientes de que si acosaban o maltrataban a los trabajadores, el sindicato intervendría.
“No se meten mucho con uno en el trabajo, te tratan mejor”. Cuando saben que alguien pertenece a un sindicato, no lo molestan, porque “puede haber problemas”.
Aun así, ha visto disminuir su seguridad económica. En las décadas de 1990 y 2000 ganaba una media de 20.000 dólares al año, pero en la actualidad ingresa unos 10.000 recogiendo uvas y podando pistacheros. Sus turnos de ocho horas ya no se complementan con horas extraordinarias, ya que los productores han recortado horas, en parte como resultado del proyecto de ley sobre horas extra que apoyaron los dirigentes del UFW.
Ocasionalmente, dijo Ponce, dependía de contratistas externos, que los productores a veces emplean, para encontrarle trabajo disponible. Pero se mostró optimista de que con la nueva legislación conseguiría un trabajo a tiempo completo en una granja sindicalizada.
Una tarde reciente, este hombre de 66 años tomó de su café y se relajó después de trabajar en una granja a las afueras de Fresno. Le dolían los pies y su camisa de franela estaba manchada de fertilizante, pero estaba contento de que su trabajo le permitía pasar todo el día al aire libre, una pasión nacida en su ciudad natal del estado mexicano de Puebla, donde cosechaba maíz y anís.
Esbozó una sonrisa discreta bajo su bigote blanco mientras hablaba del legado de Chávez, que lo inspiró a participar en varias etapas de la marcha el verano pasado.
“Marché por muchas razones”, dijo. “Para que nosotros no seamos así tan hostigados, tan maltratados en el campo, que ya tengamos mejores beneficios, mejores tratos”.
En el caso de Mota, participar en la marcha le ayudó a despertar en sí misma un nuevo espíritu de activismo.
Relata que a lo largo de los años, sintió miedo de hablar de sindicalizarse en el trabajo, pero ahora le cuenta a cualquier compañero que quiera escucharla de las ventajas que ve: la capacidad de negociar un mejor salario, prestaciones y un respeto por la antigüedad.
Su punto de vista se forjó en sus primeros años como trabajadora agrícola. “Nosotros como campesinos somos marginados por muchas personas”, dijo. “No nos valoran”.
Una vez, dijo, vio cómo un productor tomó un cuchillo utilizado para cosechar melones y se lo puso en la mejilla a otro trabajador. Este miró fijamente a los ojos del trabajador, contó, y dijo que los trabajadores eran sus esclavos.
“Uno se siente humillado”, dijo, haciendo un esfuerzo por no llorar.
Está convencida de que la única solución es un sindicato fuerte. “Nosotros merecemos una vida digna en este país”, concluyó.
Kurtis Lee es corresponsal de economía y reside en Los Ángeles. Antes de incorporarse al Times en 2022, fue corresponsal nacional de The Los Angeles Times, donde escribió sobre la violencia armada, la desigualdad de ingresos y la raza en Estados Unidos. @kurtisalee